domingo, 10 de mayo de 2020

Una aventura

                    “En vano, dueña, es callar 
                                  ni hacerme señas que no:
                                  he resuelto que si yo,
                                  y os tengo de acompañar;
                                  y he de saber dónde vais,
                                  y si sois hermosa o fea,
                                  quien sois, y cómo os llamáis
                                  y aún cuanto imposible sea”
                                                  ESPRONCEDA


El suceso que nos mueve a tomar la pluma no es de aquellos que ocupan un lugar más o menos importante en los anales de Sevilla; pero a pesar del silencio que sobre él guardan las historias, bien creemos hacer en sacarlo a luz, pues no nos merece duda su autenticidad. He aquí el caso como lo hemos oído a personas respetables, que de igual modo lo oyeron referir a sus padres y abuelos. En los primeros años del siglo XVII era muy conocido en Sevilla y estimado por personas de todas las clases sociales un joven de gallarda presencia, de esmerada educación y de pingües rentas, llamado D. Álvaro González de Aguilar, oriundo de una ilustre familia granadina, y nacido y educado en la capital de Andalucía. Hombre mozo de ardiente sangre, y sin el freno de respetables personas, llevaba D. Álvaro una vida alegre y bien poco ordenada, tomando siempre muy principal parte en todos aquellos lances y aventuras de los que esperaba sacar algún provecho, sin que le hiciera desistir de ello el mayor o menor riesgo que se exponía a correr por llevarlos a cabo.
Nuestro joven era gran adorador del sexo bello, y no por cierto de los platónicos; que de haber sido de éstos más de una vez hubiérase librado de graves compromisos que en distintas ocasiones le estrecharon, y de los que había logrado salir por su destreza y valentía unas veces, y otras por sus auríferos doblones, que D. Álvaro prodigaba cuando era caso como hombre generoso y conocedor de los corazones femeninos.
González de Aguilar no era ciertamente un calavera provocador, corrompido y vicioso; sus excesos no llegaban a vergonzosas degradaciones; solamente en ocasión muy rara daba alimento a las murmuraciones con sus aventuras, que dicho sea en verdad, ni a la honra de su casa ofendían, ni al nombre que llevaba imprimían mengua.
Una noche de principios de otoño de 1605 vagaba D. Álvaro por los intrincados y sombríos callejones del barrio de Santa Cruz sin rumbo fijo, muy embozado en su amplia capa, con el sombrero hacia los ojos y con la imaginación abstraída en muchos y varios pensamientos.

Era la noche aquella en que rondaba el joven noche de luna clara, merced a la cual podían distinguirse los lugares que recorría; pues en lo tocante a alumbrado artificial no había por allí ni siquiera la socorrida lamparilla de un retablo, que pudiera servir de guía al extraviado caminante por aquellas tenebrosidades. 


Cuando más abstraído parecía el apuesto joven en sus pensamientos, oyó lejanos pasos que avanzaban en dirección igual a la suya; como pudiera apreciar ser aquéllos por lo breves y menudos pasos de mujer, activó los suyos D. Álvaro hasta colocarse cerca de la persona que a tan desusada hora recorría sitios tan poco frecuentados. Era ésta, como supuso, una dama; pero tan envuelta iba en su negro manto, y con tal destreza se recataba el rostro, que era imposible distinguir sus facciones, pudiendo asegurarse sólo que su cuerpo era esbelto y su andar gallardo y airoso.
Siempre ha sido el barrio de Santa Cruz, como ya hemos dicho en otro lugar, uno de los más a propósito de Sevilla para aventuras y lances de todas especies; y si hoy todavía tienen fama aquellas callejas por lo sombrías, misteriosas y solitarias, calcúlese el lector lo que serían en la época del suceso que vamos a referir.

Acercóse González de Aguilar a la desconocida, no tardando en dirigirle algunas frases galantes, que no obtuvieron contestación alguna, con lo cual acrecentose la curiosidad del galanteador y nació en su pecho vivo deseo de dar digno remate a la que ya consideraba como feliz aventura. 

Siguió la tapada sin detenerse ni precipitar el paso, y siguió el joven cerca de ella, apurando todos los recursos de su ingenio para poderla hacer hablar, cosa que le fue imposible conseguir en muy largo espacio de tiempo, notando él con cierta extrañeza que la dama tampoco debía llevar dirección fija en su marcha, pues con frecuencia volvía a la misma calleja por donde antes había pasado, rodeaba una manzana de edificios para salir al mismo lugar, o cruzaba una plazuela para internarse de nuevo en otra travesía lóbrega que ya tenía recorrida.
Pasaba así el tiempo, y D. Álvaro comenzaba a desesperarse; todas las casas estaban cerradas, el silencio era absoluto, y el frío de la noche comenzaba a molestar al galanteador impenitente. De pronto lo dama se detuvo, volviose hacia Gonzalo de Aguilar, y con voz firme y tono misterioso le dijo:
— Estáis dispuesto a seguirme mucho tiempo?
—Si no os es enojosa mi compañía, —contestó D. Álvaro—estaré cerca de vos toda la noche.

—Decidido estáis, caballero—replicó la tapada; y apartando el manto de su rostro, dejó ver a la luz de la luna una cara hermosa y joven, de facciones correctas y sensuales, en la que se destacaban dos grandes ojos, negrísimos y brillantes, sombreados de largas pestañas. 



Pronto comprendió nuestro galán que su conquista no era una de tantas busconas como le salían al paso muchas noches; y al contemplar las perfecciones de aquel rostro, las redondas curvas que bajo los pliegues de aquel manto se adivinaban, y aquel elevado seno aprisionado en ajustado corpiño, no pudo menos, a fuer de perfecto amador, que aumentar sus palabras galantes y en extremo expresivas.
Guardó la hermosa silenció mientras D. Álvaro expresaba con la mayor vehemencia sus amorosos pensamientos, y cuando pareció haber terminado le dijo:
—Si vuestras palabras son verdaderas, seguidme, que no os pesará haberme acompañado por estas soledades. 
Un momento después los dos personajes se ponían en marcha; pero entonces iban muy juntos y hablaban en voz muy baja. Algunas calles más recorrieron con lentos pasos, con los brazos enlazados y la mayor satisfacción por parte del caballero, llegando a salir por último a una calleja, formada la acera derecha por una larga tapia de los jardines del Alcázar y la izquierda por algunas casuchas de pobre aspecto. Esta calleja, perteneciente a la antigua Aljamia de los judíos, se llama hoy Muro del Agua, y apenas ha sufrido alteración alguna desde la época del suceso que vamos relatando.
Cuando la rendida pareja llegó a aquel lugar, ella sacó de entre los pliegues del manto una llave, y abriendo con ella una puertecilla baja y estrecha, formada toscamente en el muro, invitó a entrar a D. Álvaro.

El mancebo se encontró en una habitación de regulares dimensiones y modesto mobiliario, alumbrada por un colosal velón puesto sobre una mesa de pino. Había también en aquella estancia un arca vieja, algunas sillas, y en el fondo, revueltas sin cuidado alguno, las ropas de un lecho.
D. Álvaro se despojó de su capa y tomó asiento, preparándose a pasar un rato en extremo agradable; había tomado ya gran confianza con la hermosa dama, y no tardó en entablarse entre los dos un amenísimo diálogo, donde abundaron las frases galantes por parte del mancebo y las palabras tiernas por la de la dama, cuyos pudores y escrúpulos estaban vencidos en toda línea.
Al poco tiempo, por indicaciones de González de Aguilar, la hermosa se dispuso á salir, pues viniéronle deseos a él de apurar algún vaso de vino que le alegrase en la amorosa velada, y ella asegurole que en una casa próxima había un amigo que se prestaría a darlo de la mejor gana.

Salió la bella, y cuando D. Álvaro quedó solo comenzó a pasear la habitación, y fijándose en las ropas del lecho, que en un rincón yacían, tiró de un lienzo blanco que parecía tapar alguna cosa, y al instante retrocedió espantado, lanzando un grito indefinible. Bajo aquellas ropas había descubierto una cosa horrorosa: el cuerpo de una persona, cubierto de sangre y mutilado con la mayor crueldad. El caballero, con los ojos desmesuradamente abiertos, el cabello erizado y descompuesto el rostro, tuvo aún fuerzas para recoger el velón y aplicar la luz a aquel rincón de la sala. Era el cuerpo de un hombre joven, tenía la cabeza separada del tronco, tronchadas las piernas y cortadas ambas manos por las muñecas. La luz cayó de sus manos, y quedó a oscuras. D. Álvaro buscó á tientas la puerta, presa del mayor terror, y cuál no sería su angustia al notar que estaba cerrada por fuera. Entonces, y haciendo un supremo esfuerzo, trató de abrirla con desesperación, valiéndose de sus manos, dando porrazos con sus pies, y procurando, por último, hacer saltar la cerradura con la punta de su espada.



Este recurso extremo le proporcionó el placer de encontrarse en la calle, después de haber sufrido los minutos más terribles de su vida; pero cuando se consideraba libre y comenzaba a retirarse con precipitados e inciertos pasos de aquel sitio, vio de pronto aparecer cerca de él dos embozados con las espadas desnudas, que, acompañados de la dama, se disponían a acometerle. D. Álvaro se volvió hacia atrás, y sacando fuerzas de flaquezas emprendió la más rápida carrera que le fue posible, internándose entre los revueltos callejones, donde merced a las tinieblas pudo escaparse de la persecución de que era objeto.
Cuando estuvo ya solo, no pudo resistir por más tiempo las impresiones que había recibido, y cayó al suelo sin conocimiento. 




Al volver en sí era ya día claro, y unos vecinos de la plaza de D. Elvira lo habían encontrado al amanecer, y suponiendo por su tipo y porte que era persona distinguida, lo recogieron, prodigándole toda clase de cuidados. D. Álvaro refirió a todos lo que le había acontecido; diose parte a la justicia, y cuando ésta se presentó en la casa no encontró ni el mutilado cadáver ni la más leve señal de que allí hubiese habido alguien recientemente. La accesoria estaba vacía y desalquilada desde mucho tiempo antes, no siendo posible, a pesar de cuantas diligencias se practicaron, descubrir nada de aquel crimen, que quedó envuelto como otros tantos en el misterio, así como sus tenebrosos autores.

PÁGINAS SEVILLANAS Manuel Chaves Rey.

"La Buñolera"

  Ya no se ve con frecuencia, ciertamente; ya sólo muy de tarde en tarde aparece este tipo ante nuestros ojos, que antaño era indispensable ...