“En vano, dueña, es callar
ni hacerme señas que no:
he resuelto que si yo,
y os tengo de acompañar;
y he de saber dónde vais,
y si sois hermosa o fea,
quien sois, y cómo os llamáis
y aún cuanto imposible sea”
ESPRONCEDA
El
suceso que nos mueve a tomar la pluma no es de aquellos que ocupan un
lugar más o menos importante en los anales de Sevilla; pero a pesar
del silencio que sobre él guardan las historias, bien creemos hacer
en sacarlo a luz, pues no nos merece duda su autenticidad. He aquí
el caso como lo hemos oído a personas respetables, que de igual modo
lo oyeron referir a sus padres y abuelos. En los primeros años del
siglo XVII era muy conocido en Sevilla y estimado por personas de
todas las clases sociales un joven de gallarda presencia, de esmerada
educación y de pingües rentas, llamado D. Álvaro González de
Aguilar, oriundo de una ilustre familia granadina, y nacido y educado
en la capital de Andalucía. Hombre mozo de ardiente sangre, y sin el
freno de respetables personas, llevaba D. Álvaro una vida alegre y
bien poco ordenada, tomando siempre muy principal parte en todos
aquellos lances y aventuras de los que esperaba sacar algún
provecho, sin que le hiciera desistir de ello el mayor o menor riesgo
que se exponía a correr por llevarlos a cabo.
Nuestro
joven era gran adorador del sexo bello, y no por cierto de los
platónicos; que de haber sido de éstos más de una vez hubiérase
librado de graves compromisos que en distintas ocasiones le
estrecharon, y de los que había logrado salir por su destreza y
valentía unas veces, y otras por sus auríferos doblones, que D.
Álvaro prodigaba cuando era caso como hombre generoso y conocedor de
los corazones femeninos.
González
de Aguilar no era ciertamente un calavera provocador, corrompido y
vicioso; sus excesos no llegaban a vergonzosas degradaciones;
solamente en ocasión muy rara daba alimento a las murmuraciones con
sus aventuras, que dicho sea en verdad, ni a la honra de su casa
ofendían, ni al nombre que llevaba imprimían mengua.
Una
noche de principios de otoño de 1605 vagaba D. Álvaro por los
intrincados y sombríos callejones del barrio de Santa Cruz sin rumbo
fijo, muy embozado en su amplia capa, con el sombrero hacia los ojos
y con la imaginación abstraída en muchos y varios pensamientos.
Era
la noche aquella en que rondaba el joven noche de luna clara, merced
a la cual podían distinguirse los lugares que recorría; pues en lo
tocante a alumbrado artificial no había por allí ni siquiera la
socorrida lamparilla de un retablo, que pudiera servir de guía al
extraviado caminante por aquellas tenebrosidades.
Cuando
más abstraído parecía el apuesto joven en sus pensamientos, oyó
lejanos pasos que avanzaban en dirección igual a la suya; como
pudiera apreciar ser aquéllos por lo breves y menudos pasos de
mujer, activó los suyos D. Álvaro hasta colocarse cerca de la
persona que a tan desusada hora recorría sitios tan poco
frecuentados. Era ésta, como supuso, una dama; pero tan envuelta iba
en su negro manto, y con tal destreza se recataba el rostro, que era
imposible distinguir sus facciones, pudiendo asegurarse sólo que su
cuerpo era esbelto y su andar gallardo y airoso.
Siempre
ha sido el barrio de Santa Cruz, como ya hemos dicho en otro lugar,
uno de los más a propósito de Sevilla para aventuras y lances de
todas especies; y si hoy todavía tienen fama aquellas callejas por
lo sombrías, misteriosas y solitarias, calcúlese el lector lo que
serían en la época del suceso que vamos a referir.
Acercóse
González de Aguilar a la desconocida, no tardando en dirigirle
algunas frases galantes, que no obtuvieron contestación alguna, con
lo cual acrecentose la curiosidad del galanteador y nació en su
pecho vivo deseo de dar digno remate a la que ya consideraba como
feliz aventura.
Siguió
la tapada sin detenerse ni precipitar el paso, y siguió el joven
cerca de ella, apurando todos los recursos de su ingenio para poderla
hacer hablar, cosa que le fue imposible conseguir en muy largo
espacio de tiempo, notando él con cierta extrañeza que la dama
tampoco debía llevar dirección fija en su marcha, pues con
frecuencia volvía a la misma calleja por donde antes había pasado,
rodeaba una manzana de edificios para salir al mismo lugar, o cruzaba
una plazuela para internarse de nuevo en otra travesía lóbrega que
ya tenía recorrida.
Pasaba
así el tiempo, y D. Álvaro comenzaba a desesperarse; todas las
casas estaban cerradas, el silencio era absoluto, y el frío de la
noche comenzaba a molestar al galanteador impenitente. De pronto lo
dama se detuvo, volviose hacia Gonzalo de Aguilar, y con voz firme y
tono misterioso le dijo:
— Estáis
dispuesto a seguirme mucho tiempo?
—Si
no os es enojosa mi compañía, —contestó D. Álvaro—estaré
cerca de vos toda la noche.
—Decidido
estáis, caballero—replicó la tapada; y apartando el manto de su
rostro, dejó ver a la luz de la luna una cara hermosa y joven, de
facciones correctas y sensuales, en la que se destacaban dos grandes
ojos, negrísimos y brillantes, sombreados de largas pestañas.
Pronto
comprendió nuestro galán que su conquista no era una de tantas
busconas como le salían al paso muchas noches; y al contemplar las
perfecciones de aquel rostro, las redondas curvas que bajo los
pliegues de aquel manto se adivinaban, y aquel elevado seno
aprisionado en ajustado corpiño, no pudo menos, a fuer de perfecto
amador, que aumentar sus palabras galantes y en extremo expresivas.
Guardó
la hermosa silenció mientras D. Álvaro expresaba con la mayor
vehemencia sus amorosos pensamientos, y cuando pareció haber
terminado le dijo:
—Si
vuestras palabras son verdaderas, seguidme, que no os pesará haberme
acompañado por estas soledades.
Un
momento después los dos personajes se ponían en marcha; pero
entonces iban muy juntos y hablaban en voz muy baja. Algunas calles
más recorrieron con lentos pasos, con los brazos enlazados y la
mayor satisfacción por parte del caballero, llegando a salir por
último a una calleja, formada la acera derecha por una larga tapia
de los jardines del Alcázar y la izquierda por algunas casuchas de
pobre aspecto. Esta calleja, perteneciente a la antigua Aljamia de
los judíos, se llama hoy Muro del Agua, y apenas ha sufrido
alteración alguna desde la época del suceso que vamos relatando.
Cuando
la rendida pareja llegó a aquel lugar, ella sacó de entre los
pliegues del manto una llave, y abriendo con ella una puertecilla
baja y estrecha, formada toscamente en el muro, invitó a entrar a D.
Álvaro.
El
mancebo se encontró en una habitación de regulares dimensiones y
modesto mobiliario, alumbrada por un colosal velón puesto sobre una
mesa de pino. Había también en aquella estancia un arca vieja,
algunas sillas, y en el fondo, revueltas sin cuidado alguno, las
ropas de un lecho.
D. Álvaro se despojó de su capa y tomó asiento, preparándose a pasar
un rato en extremo agradable; había tomado ya gran confianza con la
hermosa dama, y no tardó en entablarse entre los dos un amenísimo
diálogo, donde abundaron las frases galantes por parte del mancebo y
las palabras tiernas por la de la dama, cuyos pudores y escrúpulos
estaban vencidos en toda línea.
Al
poco tiempo, por indicaciones de González de Aguilar, la hermosa se
dispuso á salir, pues viniéronle deseos a él de apurar algún vaso
de vino que le alegrase en la amorosa velada, y ella asegurole que
en una casa próxima había un amigo que se prestaría a darlo de la
mejor gana.
Salió
la bella, y cuando D. Álvaro quedó solo comenzó a pasear la
habitación, y fijándose en las ropas del lecho, que en un rincón
yacían, tiró de un lienzo blanco que parecía tapar alguna cosa, y
al instante retrocedió espantado, lanzando un grito indefinible.
Bajo aquellas ropas había descubierto una cosa horrorosa: el cuerpo
de una persona, cubierto de sangre y mutilado con la mayor crueldad.
El caballero, con los ojos desmesuradamente abiertos, el cabello
erizado y descompuesto el rostro, tuvo aún fuerzas para recoger el
velón y aplicar la luz a aquel rincón de la sala. Era el cuerpo de
un hombre joven, tenía la cabeza separada del tronco, tronchadas las
piernas y cortadas ambas manos por las muñecas. La luz cayó de sus
manos, y quedó a oscuras. D. Álvaro buscó á tientas la puerta,
presa del mayor terror, y cuál no sería su angustia al notar que
estaba cerrada por fuera. Entonces, y haciendo un supremo esfuerzo,
trató de abrirla con desesperación, valiéndose de sus manos, dando
porrazos con sus pies, y procurando, por último, hacer saltar la
cerradura con la punta de su espada.
Este
recurso extremo le proporcionó el placer de encontrarse en la calle,
después de haber sufrido los minutos más terribles de su vida; pero
cuando se consideraba libre y comenzaba a retirarse con precipitados
e inciertos pasos de aquel sitio, vio de pronto aparecer cerca de él
dos embozados con las espadas desnudas, que, acompañados de la dama,
se disponían a acometerle. D. Álvaro se volvió hacia atrás, y
sacando fuerzas de flaquezas emprendió la más rápida carrera que
le fue posible, internándose entre los revueltos callejones, donde
merced a las tinieblas pudo escaparse de la persecución de que era
objeto.
Cuando
estuvo ya solo, no pudo resistir por más tiempo las impresiones que
había recibido, y cayó al suelo sin conocimiento.
Al
volver en sí era ya día claro, y unos vecinos de la plaza de D.
Elvira lo habían encontrado al amanecer, y suponiendo por su tipo y
porte que era persona distinguida, lo recogieron, prodigándole toda
clase de cuidados. D. Álvaro refirió a todos lo que le había
acontecido; diose parte a la justicia, y cuando ésta se presentó
en la casa no encontró ni el mutilado cadáver ni la más leve señal
de que allí hubiese habido alguien recientemente. La accesoria
estaba vacía y desalquilada desde mucho tiempo antes, no siendo
posible, a pesar de cuantas diligencias se practicaron, descubrir
nada de aquel crimen, que quedó envuelto como otros tantos en el
misterio, así como sus tenebrosos autores.