“Son
sin duda espíritus vaporosos que engendra la tierra,
como los
produce también el agua. ¿Por dónde habrán desaparecido?”
Shakespeare
La
calle que hoy tiene el nombre del eximio poeta y sabio genealogista
D. Gonzalo Argote de Molina era en lo antiguo una de las calles más
irregulares de la población, en la que existieron, entre algunos
buenos edificios, varias casuchas que servían de guarida a gente de
fama nada envidiable y de costumbres no muy dignas de imitarse.
Cuenta
la tradición que en una de estas casuchas, la más sucia y
abandonada de todas, habitaba a fines del siglo XV cierta anciana a
quien tenía el vulgo por mujer sobrenatural y extraordinaria, con
sus puntos y ribetes de hechicería.
Era
la vieja de miserable aspecto y de horrible catadura, muy dada a la
confección de filtros y brebajes, echadora de cartas, adivina de lo
porvenir y muy amiga de todas las hembras de su calaña, con quienes
solía reunirse por las noches, entregándose a ceremonias
misteriosas que daban mucho que hablar a los vecinos del barrio.
Tenía la bruja un hijo, sabe Dios de quién, mocetón zafio y
descreído, espadachín y pendenciero, que le ayudaba en sus
ridículas faenas, y el cual promovía con frecuencia grandes
escándalos siempre que al amanecer llegaba a acostarse, acompañado
de mujerzuelas y gente de la heria1,
entre quienes pasaba una vida ociosa y degradada.
Sucedió
una noche, que llegando solo por casualidad y embriagado a su
casucha, halló la puerta tan cerrada que por más golpes que dio en
ella no consiguió que le abriesen, pues la madre y las demás brujas
que con ella estaban entonces en un sótano, embebidas con sus
prácticas de hechicería, ni oyeron los aldabonazos ni los gritos y
juramentos del mocetón.
Aburrido
éste, y no pudiendo apenas
tenerse en pie, efecto del mucho mosto
que se había echado al coleto, a falta de otro lugar más a
propósito donde pasar el resto de la noche, que era fría y
desagradable, metióse en un gran horno que en el muro exterior
había, y que por la mañana solía encender la vieja para que fuesen a cocer el pan los vecinos, que por tal servicio pagábanle algunos
maravedíes, cuya cantidad no precisa la tradición.
No
bien entró el zafio en el horno, acometióle un profundo sueño,
quedando tan dormido, que después de salir el sol continuaba
roncando sobre los ladrillos cual pudiera hacerlo en una cama de
blandas plumas.
Y
sucedió después, que llegada la hora en que la horrible bruja solía
encender el fuego, cuando estaba aventando los secos troncos, oyó
gritos pidiendo socorro, y al conocer por la voz que quien los daba
no era otro sino su propio hijo, desesperada de no poder salvarle, y
después de inútiles esfuerzos, cayó al suelo de rodillas, con las
manos cruzadas y rezando a toda prisa cuantas oraciones le vinieron a
la memoria.
Acudieron
algunas personas al lugar del suceso, sin que ninguna pudiera
contener las llamas, que rápidamente habían adquirido las mayores
proporciones, haciendo ver a los que quisieron verlo que aquello no
era otra cosa que un providencial castigo a las impiedades del hijo y
a las hechicerías de la madre.
Pero
he aquí que cuando más apurada era la situación, cuando nadie
podía acercarse al horno por la intensidad del fuego, que amenazaba
destruir el edificio, acertó a pasar la calle un fraile de la orden
de San Francisco, llamado Fr. Diego de Alcalá,
varón muy respetado del vulgo y a quien se le atribuían algunos
milagros.
Comprendió el regular que aquella desgracia podía arreglarse, y compadecido de los lamentos de la vieja y de los ayes del zafio, corrió con premura a rezar un par de Salves a la Virgen de la Antigua, y lo mismo fue hacerlo al llegar a la Catedral, se apagaron las llamas instantáneamente, saliendo en seguida el muchacho del horno sin la más leve quemadura.
Ante
el milagro, la anciana abandonó sus brebajes, sus filtros y sus
brujerías, haciéndose ferviente devota, y el mozo tomó la buena
senda, llegando a ser con el tiempo prior de un convento de
franciscanos en Granada.
Esta
es la tradición que dio origen a que la calle que tiene hoy el
nombre ilustre de Argote de Molina se llamase durante muchísimos
años calle del Horno de las brujas; si bien no me es
desconocido el origen que otros autores le atribuyen con buenas
pruebas, asegurando que allí vivieron dos hermanas que tenían un
horno donde fabricaban tortas al estilo del pueblo de Brujas.
1
Conjunto de bribones.